jueves, 15 de diciembre de 2011

Hasta que la Muerte nos Repare

7


El asunto con la Guaracha había comenzado pocos años atrás en el negocio de comida. Un día la muchacha había ido con sus amigas a comer los famosos lonches y desde el primer momento había llamado la atención de Jaime. Lo primero que miró -y olió mientras servía personalmente la mesa- fue su cabello: largo, un poco rizado y de un negro intenso, luego, sus grandes ojos negros y brillantes: una mirada mortal por necesidad diría su padre. La Guaracha tenía un cuerpo pequeño y menudo, sin grandes ni llamativas curvas, pero la aparente fragilidad solamente le despertaban a Jaime más el deseo de conocerlo.


Aquella primera vez que la vio, ella estuvo ausente todo el tiempo que duró la comida del grupo de muchachas, de hecho, ni siquiera se fijó en él. Pero él sí. A partir de aquel día se dedicó a investigar desde su nombre hasta su domicilio. Se hizo el encontradizo y fue todo lo amable que pensó podía volverlo atractivo ante los ojos de ella. Insistió e insistió, ofreció raites a su casa y hasta ayudarle a conseguir trabajo, y por fin cuando aceptó ir al cine, a pesar de que ella todo el tiempo mantuvo su distancia, él sintió que había sido un gran triunfo. La muchacha aceptó el cortejo no para corresponder, sino por simple vanidad y cálculo: que “él creyera lo que quisiera” de su parte, ninguna obligación sentía ella.


Por su lado, Jaime descubrió una muchacha que con esfuerzo salía de una infancia de mucha pobreza y de un medio muy hostil y carente de cariño. Decidió no darle tanta importancia al hecho de que ella se dedicara solamente a provocar y cultivar la ansiedad en él. Su innegable atractivo se sustentaba básicamente en actuar a la defensiva, de manera tal, que la subyugación del pretendiente era la única manera aceptable para ella de relacionarse con los hombres. Jaime no fue inmune al letal veneno.


Desde el principio ella de dio cuenta de la atracción que ejercía, él no le atraía físicamente aunque le reconocía su inteligencia y sobre todo su persistencia. Pero tampoco iba a dejar de lado un enamorado casi gratuito y sobre todo acompañado de atenciones y galanteos a los que ella no estaba acostumbrada. “Habían sido siempre tan patanes y rudos los hombres a lo largo de su vida”, pero a pesar de que se sabía gustada y hasta podía reconocer la belleza de sus ojos, no se sentía contenta ni con su cuerpo ni con su talla. Las relaciones físicas le daban miedo y le provocaban bastante inseguridad, ahogando cualquier deseo o tímido intento de probar su cuerpo. Algo si tenía claro, no se iba a casar con un pobre y le gustaban los hombres blancos, no los morenos como ella misma. Fuertes para conquistarla y doblegarla, pero a fin de cuentas dominados para que terminaran haciendo lo que ella quisiera.


Ahí fue donde se torció el asunto de Jaime con ella. Desde el principio la Guaracha medio ocultó que tenía novio formal y le dio alas a Jaime, pero sin comprometerse nunca en algo más serio. Después, la perseverancia de él comenzó a derribar algunas barreras, pero siempre que parecía estar a punto de rendir la plaza, de pronto ella se lo sacudía y le hacía sentir que no le gustaba, que a fin de cuentas, no había la misma atracción que él sentía por ella.

Era tal su poder que Jaime aceptó convertirse en una especie de amigo confidente y medio novio, hasta que un día él descubrió su propia humillación y se alejó indignado, una indignación sobre todo consigo mismo. Un tiempo incluso la evitó decidido a sacársela del corazón y fue entonces que ella por fin pareció interesarse en él. Jaime decidió duplicar la apuesta y se resistió a sus insinuaciones un tiempo, pero cuando cedió, de nuevo ella lo pudo controlar. Iban y venían, él se alejaba exigiendo entrega total y ella sólo se acercaba para la reconciliación. En los sentidos de su memoria quedaron aquellas largas y oscuras tardes de invierno en las que había acariciado cada centímetro de la suave piel de la Guaracha, con esa música de fondo que trasmitía la radio gringa y que después descubriría era una música llamada blues. A la luz mortecina del quinqué, él terminaba de desnudarla para besar sus piernas y sus muslos, le acariciaba las nalgas y bebía de sus pequeños pechos y de su entrepierna. Era la Guaracha pequeña y ligera cabalgando su cuerpo desnudo contra el pantalón de él, porque los escarceos hasta ahí llegaban y ni siquiera daban para que él se quitara la ropa.

Luego, durante uno de aquellos alejamientos de Jaime y sin decirle nada, un día ella sorpresivamente se casó con otro, ni siquiera con el novio formal. Él se enteró de hecho por terceras personas. Ya para entonces Jaime había iniciado otra relación y le fue más fácil ver aquello como señal de que la Guaracha no tenía remedio. Lo último que supo de ella fue que se había ido a vivir a Ceballos con un ranchero de muchos recursos y que quería separarse de su esposo para irse a estudiar al otro lado de la frontera.

***

Fue por ese tiempo que Jaime comenzó a llevar al alemán por los desiertos parajes que rodeaban la zona lagunera y el Bolsón de Mapimí. Quería mostrarle los alrededores y seguir haciendo su pequeño negocio de guía, así que lo llevó a caminar por Ojuela un pueblito fantasma de pasado minero y luego le ofreció llevarlo hasta las dunas de Bilbao en el vecino Coahuila, pero una y otra vez Hubert le insistía en seguir explorando el Mapimí.



Él no entendía para qué, si los fierros retorcidos del Athene ya se los habían llevado los gringos y salvo un enorme y alargado hoyo como de ciento cincuenta metros dejado por la excavadora, no había nada más que ver, salvo la vegetación que rápidamente parecía marcar el lugar. Pero el dinero era dinero, así que lo llevó de ranchería en ranchería y de un aguaje a otro hasta que la camioneta de Jaime ya no pudo seguir por el lamentable estado del camino en la época de lluvias. A partir de ahí caminaron toda la tarde y apenas con el crepúsculo pudieron llegar a la cabeza de la pista con su deslavado número 20. Hicieron un corto descanso, tomaron algunas fotografías y luego prosiguieron hasta las faldas del cerro de San Ignacio. Ya en la penumbra montaron su campamento y cenaron alrededor del fuego, el resplandor desaparecía a unos cuantos metros de ellos para transformarse en noche.


Fue tal la emoción que mostró el rostro del alemán arrobado por aquella inmensidad, que el mismo Jaime sintió de una manera diferente su presencia en el lugar. Por primera vez en su vida había visto el cielo en su terreno, pero aquí,ue veían todo desde el espacio. Y decidicitaomo alekza que se colaban en sun TLevo entregaron sin pintar y elm piso no lo lo he lo vio de otra manera, salvo unas cuantas estrellas con las que en toda la región se orientaban, no conocía otras. El alemán le enseñó a identificar las constelaciones más visibles y a reconocer los planetas que asomaban en esos días en la inmensa bóveda del cielo tachonado del desierto. Hubert le explicó que las luces intermitentes que se veían cruzar lentamente eran jets, las continuas y veloces eran los satélites que veían todo desde el espacio. Luego, poniendo una frazada en el suelo y acostándose en ella, le enseñó la paciencia recompensada por las mágicas estrellas fugaces que le daban movimiento al cielo. Jaime quedó atrapado por ese cielo que parecía estar al alcance de la mano o quizás si lo estaba –pensó- y por eso aquellas narraciones le sonaron como las de la creación del mundo que escuchara un lejano día, leídas de la Biblia y en voz del cura de su pueblo, palabras de las que él nunca había entendido gran cosa sino hasta ahora, maravillado por todo lo que se veía en el cielo.


Aquel inmenso cielo, la inmensa bóveda celeste que le pareció estaba al alcance de la mano, se convirtió a lo largo del camino de regreso del desierto, en una percepción más grande de la naturaleza que lo rodeaba. En la larga y terregosa recta que se extendía hasta el aguaje, lo primero que notó fue el extraño color morado de los nopales del coyotillo. Poco más adelante, detectó los lentos movimientos de una gran tortuga de tierra, tan lentos que por primera vez apreció los patrones triangulares de su caparazón. La última sorpresa que se llevó, fue el descomunal tamaño de una tarántula que asustada, corrió a esconderse entre las piedras cuando se bajó de la camioneta para examinarla de cerca. Todo ello fue motivo de largas pláticas con el alemán hasta llegar a Torreón. Supo que no eran las exageraciones conscientes de sus cuentos, sino recuerdos reales de su visita en aquel extraño lugar-


Luego de aquella visita del alemán, de nuevo sintió Jaime que el éxito se hacía más patente. Si bien los sueños compartidos con el explorador extranjero no se concretaron, el dinero fluyó a sus bolsillos y los socios se peleaban un lugar junto a él. En algún momento incluso estuvo a punto de comprar el establecimiento más tradicional de Ciudad Jardín; la Nevería Chepo. El cambio en su vida material pareció acelerar el tiempo y pronto no sólo edificó una casa en el terreno y plantó setos, también trazó una arboleda y varios senderos de gravilla; nombró a la finca: Las Pléyades.


Al éxito material, varios años después se sumó un día el súbito regreso de la Guaracha a su vida. Se le presentó en la lonchería y sin decir gran cosa se lo llevó a un hotel en la ciudad. Se metieron en un edificio de dos plantas, construido de ladrillo rojo y con la esquina redondeada, la planta baja era la entrada y arriba una habitación con ventana a la calle. Pidieron un cuarto y les dieron precisamente el que tenía la pared curva y cuyas cortinas dejaban ver los destellos del letrero vertical anunciando el Hotel Monárrez.


La Guaracha volvía mucho más madura, ya había probado la carne y ahora si parecía disfrutar del ayuntamiento con el hombre. Le dijo que extrañaba sus manos deslizándose entre sus muslos, que un día se había excitado tanto con el recuerdo de sus dedos morenos y flacos, que se había masturbado en el baño mientras en la recámara su marido roncaba en el lecho nupcial. Primero se hicieron asiduos a ese hotel, luego por discreción, se fueron turnando en otros. En ocasiones se veían y se iban a caminar por las arboledas de la Plaza Principal, simplemente a platicar al pie del Reloj Turco, ahí él hacía mucho tiempo, le había prometido que llegaría el día que le bajaría las herraduras que lo coronaban. Y la Guaracha rebozaba de halagada y de seguridad que de nuevo lo tenía bajo su control.


Jaime por su parte, de nuevo había sucumbido totalmente a los encantos de la Guaracha y también comenzó a perder sus inhibiciones. Le contó sus deseos secretos y ella feliz se los cumplió vistiendo ropa interior con encajes, de color blanco, vistiéndose y desvistiéndose frente a él y dejándose ver durante largos ratos por la extasiada mirada de Jaime. Aunque nunca le dijo que cuando lo hacía ella era una otra, que estaba con otro nombre y viviendo en otro lugar.


Pasó el tiempo volando y a lo largo de cuatro años, cada vez que el marido de ella tenía que viajar -lo cual era seguido-, ella le hablaba y se veían lo mismo en Torreón que en la ciudad de Durango o en Gomez-Palacio. Jaime por su parte comenzó a descuidar sus negocios, obsesionado por aquella mujer que ahora, si bien se le entregaba, dejaba en claro que nunca se casaría con él. Por la misma razón, nunca la llevó a la finca, y aunque ella la quería conocer, él fue terminante: solamente la llevaría y entraría como la señora de la casa y de ninguna otra forma. Semanas después ella no llegó a una cita y fue entonces que descubrió que no tenía manera de localizarla. Al paso de los días sumido en la desesperación comenzó a beber y se hizo asiduo visitante de cantinas y burdeles, ahí fue donde trató de ahogar la memoria de la Guaracha.


Un día decidió buscarla en Ceballos, no sabía sino que vivía con su marido en un rancho de los alrededores y decidió indagar. De nuevo tomó la vieja carretera que en un instante había cambiado su vida muchos años atrás, cruzó la larga recta de la carretera a Jiménez y tomo la desviación a Ceballos. Vagabundeo toda la tarde sin poder averiguar nada y terminó en un bar que le dijeron funcionaba durante el día a toda hora, y clandestinamente toda la noche. Sin saberlo, cruzó de nuevo aquel instante en donde avizoró la muerte y había retornado del otro lado del velo.


Pasaron muchas horas y Jaime ya estaba bastante mareado, pensó que no debía regresar manejando solo y de noche hasta Ciudad Jardín, con las hipnotizantes rectas del camino. Decidió seguir tomando y dormir en su camioneta. En algún momento de la noche y sin saber cómo, hizo migas con un vato que estaba tomando también en una mesa solo y comenzaron a compartir botellas, aventuras y una que otra pena. Tampoco supo en qué momento su añoranza más secreta se volvió palabras y su voz se soltó dando rienda suelta a las imágenes de su deseo y la suavidad de la piel de aquella ingrata. Contó con rabia contenida de su largo galanteo y accidentada conquista, así como el humillante pero placentero papel de amante esporádico a lo largo del último año, y ya encaminada la tercera botella Jaime sin darse cuenta soltó el nombre de la Guaracha. El hombre con el que compartía sus cuitas continuó escuchando. Solamente si alguien estuviera observando a ambos hombres a cierta distancia hubiera notado las miradas de acecho y el irremediable fin que se acercaba. Baste decir que al otro día Jaime no volvió a Ciudad Jardín ni a sus negocios ni a su finca, porque sus restos desaparecieron tras unas horas de viajar en la cajuela de un auto dando tumbos por una infame brecha del desierto del Mapimí: en Durango las cornamentas se pagaban caras.


Sus botas quedaron tiradas al pasar San Juan Cañitas, los gastados pantalones de mezclilla y el tejano, por las Glorias; de ahí hasta Carrillo, se fueron desperdigando la cartera vacía y sus llaves. Era de mal gusto dejarlo cerca del aguaje pero por el cansancio, a unos cuantos kilómetros del Cerro de San Ignacio, fue enterrado al pie de un cactus de color violáceo y junto al esqueleto calcinado por el sol de una tortuga gigante… Arrancó el motor de su camioneta estacionada bajo un árbol en Ceballos y el movimiento hizo sonar la pequeña sonaja que le habían regalado unos ancianos indios tiempo atrás, en una perdida ranchería del desierto por el ejido de las Flores, … el Doble soltó el embrague y pisó el acelerador para alejarse. Muchos años después Los príncipes del Desierto compusieron un corrido en honor de Jaime … Una pequeña piedra solitaria en la cima de una colina frente al cerro de San Ignacio, le descubrió al Zonero, que aquí habían comenzado todas las historias de la Zona del Silencio.

***

¡NO mame doctor! Para qué quiere que cuente del diez hacia atrás?! … está bien, con tal de que no me vuelva a picar de nuevo con su pinche aguja!.... diez…. nueve… ocho… mi número favorito, quién decía que era el número del infinito… Y ese fue su último recuerdo en plena conciencia. Luego, el flujo de recuerdos en el que se mezclaba la insatisfacción de su vida actual, y la riqueza y variedad de recuerdos y vivencias que sin saber cómo estaba segura de haber vivido, pero ni idea de cómo ni cuándo había sido eso. Y entre el recuerdo de esas dos vidas, de nuevo surgió la persona que podía vincular y explicar esas vidas de una manera tal que la asustó: huyó hasta de la simple posibilidad de platicar con él viéndole a los ojos.



Él no le había pedido más, pero ella prefirió refugiarse en la seguridad y en el orgullo de nunca haberle dirigido ni una palabra o muestra de afecto por todas sus palabras y señales de amor y comprensión que le había prodigado en los pasados meses. Alexa se sintió fuerte, supo que había vencido. Una lágrima corrió por su hermoso rostro y se perdió en el pelaje del gatito dormido sobre sus piernas.


Escribió en su inseparable Black Berry:


@alekza No son lágrimas, es agüita sabor tristeza.


@alekza A veces sí quisiera estar completamente sola, a ver si así me encuentro.


Decidió no abandonarse a los pensamientos tristes. Intuyó que a pesar de no seguirse, él podía estar leyendo su time line. Sin pensarlo mucho borró los tuits que había escrito durante los días en los que se había sentido enamorada de él:


@alekza Hoy no es mi día, ni tu día; es nuestro día.


@alekza No es el fin del mundo, es el principio de otro.


***


Era una enorme ave, quizás un águila que le devoraba el cuerpo y luego escupió su conciencia como una semilla sobrante: simples restos de un bocado de un delicioso fruto. De pronto vio algo que pensó era la luz del quirófano, luego una poderosa mano: el recuerdo de su nacimiento asfixiado y vuelto a la vida por una enfermera. No había tiempo pero a lo lejos, la vio a ella en un proceso similar: Alexa estaba muy asustada y se resistía a ser un bocado. Miró el rostro bello de su alma y trató de calmarla, sabía que era Alexa, tenía el mismo brillo en sus ojos que siempre había percibido él y que tanto lo había atraído; se había grabvado esda belleza antes de perder la vista por completo. No supo cómo, pero sus palabras lograron calmarla y apenas pudo le preguntó "¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué hicimos para encontrarnos aquí? Si tú te perdiste de mí". Ella solamente le contestó: "Te lo dije un día, hasta que la muerte nos repare."


… el Colibrí de la Izquierda cansado del camino y sediento de ella, llegó hasta la isla en medio de Aztlan. Subió al cerro donde vivía Coatlicue y una vez ahí, acunándose entre sus brazos le dijo: ya estoy aquí madrecita, tu hijo ha regresado al hogar!...


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